Debajo de los viejos y gastados durmientes de apiñaban esos seres que sólo el hijo del ferroviario veía.
Desde chiquito eran sus amigos.
Despierto en su cama él esperaba que
pasara el primer tren de la mañana, entonces se levantaba, tomaba el desayuno y
salía a “vagar por las vías” como decía su papá cuando lo veía alejarse.
Cuando llegó vio grandes pilas de maderas
nuevas. Ese día estaban cambiando los viejos durmientes por nuevos que
resistirían tantos años como seguramente pasó con los viejos.
Vio
a los pequeños seres tratando de salvarse de martillazos, picos, palas y gruesas
maderas cayendo pesadas y botas duras que pisaban aquí y allá sin que esos
grandulones los vieran.
Ante
la impotencia de Leandro algunos eran aplastados. En un momento trató de acercarse
pero solo lograba que los obreros interrumpieran su tarea para sacarlo del
medio cosa que daba tiempo a los pequeños seres color marrón violáceo a buscar
refugios más seguros.
El
pequeño quería ayudar a sus imperceptibles amiguitos pero los obreros lo
apartaban malhumorados disimulando su disgusto, entonces se quedó quieto hasta
que llegó la hora del almuerzo cuando todos se retiraron a comer.
Sabía que sus padres se inquietarían pero
decidió ayudarlos. Lo más difícil fue dar vuelta la carretilla porque estaba
llena de pedruscos, estos servían para poner entre los durmientes o traviesas alineados
perfectamente debajo de las vías.
Con una tabla que encontró hizo un pequeño
tobogán para poder transportarlos, así que apoyó la tabla firmemente en la
tierra por un extremo y por el otro en la carretilla que usaban los obreros.
A sus diminutos amigos les dio bastante trabajo
subir por la cuesta que representaba el tablón, pero finalmente todos
estuvieron ubicados dentro de la carretilla. Juntos eran como un ejército y los
sonidos que emitían parecían más de enojo que de alegría. Leandro no sentía
miedo, su temor era que los obreros los descubrieran y los mataran.
Justo cuando los dejaba en una especie de
cueva que había sido abandonada por algún animal, volvían los obreros y también
su papá que estaba bastante enojado le dijo que fuera rápido a su casa…
-
Estuviste
usando nuestra carretilla - Decían
-
Y
qué olor feo que hay - dijeron oliendo a Leandro…
-
No
eres tú ¡qué raro! -
Leandro se fue cantando bajito y
corriendo, por si las dudas. Se dio cuenta que tenía las manos color marrón
violáceo y que sus zapatos también estaban algo violáceos, así que se lavó muy
bien antes de entrar para comer.
Su madre sonrió al ver que su hijo al fin
se lavaba sin tener que mandarlo. Sirvió la sopa y le asombró que la comiera
sin protestar. Primera vez que Leandro dijo que estaba muy rica y es que
realmente lo pensaba de verdad, tanto ejercicio y ansiedad le había dado hambre.
Todo le parecía maravilloso después de
haber salvado a sus extraños amiguitos.
Cuando terminaran los obreros iría hasta
la cueva para ver si todo estaba en orden. Tendría qué pensar qué les daría de
comer, pero eso lo haría cuando todos se fueran.
Bonito relato, deberías de seguir con esta historia para saber que comida les lleva Leandro y que hacen sus amiguitos.Besicos
ResponderBorrarCHARO: Jajaja... lo pensé, quedó inconcluso. Veo que haré. Estoy un poco remolona, parezco un coche que no arranca. Gracias por tu comentario. Beso grandote
ResponderBorrarMe quedé con dudas de quiénes son...
ResponderBorrarBesos.
jajaja. Yo también pero me divertí junto a Leandro... Veremos que sucede o si queda librado a la imaginación del lector. Besos y gracias por venir
ResponderBorrarQuedé con la duda de cuáles eran los amigos de Leandro
ResponderBorrarALÍ REYES: Qué tal amiga? Trataré de que se disipe esa duda jajaja... Besos y gracias por venir.
ResponderBorrarNo hay bien que por mal no venga. Y al final todos contentos, aunque cada uno por un motivo diferente. Te eché de menos.
ResponderBorrarTAWAKI: Sé que estás muy liado y agradezco doblemente tu comentario. Un gran abrazo
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